lunes, 19 de febrero de 2018

Soy noctámbula

Me gusta ver la salida del sol. Las flores se desperezan para sacudirse el rocío caído durante la noche. Los pájaros adormecidos comienzan a acicalarse sus plumas y la vida comienza un nuevo ciclo. Me gusta observar los colores rojizos que tiñen el cielo, pero soy una gata y por tanto un ser nocturno, así que cuando el espectáculo del nacimiento comienza y el sol empieza a herir mis corneas, me retiro a mi refugio a soñar como sería una vida diurna. Me gusta lo que sueño, pero me gusta más mi realidad. 

lunes, 3 de julio de 2017

La orilla de mi río


Deambulo por la vida secuestrada por mi propia mente, absorta en sensaciones que ni siquiera sé si son ciertas, y perdida en recovecos de dudosa realidad. Me deslizo despacito, sin hacer mucho ruido, no tanto para no molestar, sino para evitar salir del sopor que me envuelve y acompaña mi existencia. Y los días se suceden unos tras otros como los pasos de un corredor de fondo, continuos, monótonos, dosificados, con la cadencia de un ritmo infinito y eterno.
Pero ahora deseo la llegada de un sprint final y que la adrenalina circule de nuevo por mi adormecido cuerpo. Ya no me consuela saber que no soy la única competidora en esta carrera. Sé que existe una meta y que sólo hay recompensa para el primero que la cruce, no existen premios de consolación para los demás.
Aspiro a mi corona de laurel y pretendo que la cinta de seda  que señala el colofón, se quede adherida a mi pecho como un tatuaje.
Quiero y puedo escapar de la corriente que me arrastra, no deseo ser un tronco flotando en las turbulentas aguas de este río y ser empujada a un destino incierto, al menos, no sin haber luchado hasta la extenuación. Quiero decidir en qué orilla descasaré. He soñado esa orilla toda mi vida, la conozco, la anhelo y ahora más que nunca, se lo cerca que estoy de ella.

martes, 20 de octubre de 2015

Ojos desnudos



Desde el mismo momento en que nacemos una fina venda de seda suave y sedosa cubre nuestros diminutos y vírgenes ojos. Esa venda es tan sutil que no somos capaces de apreciarla y es tan delicada e invisible que ni siquiera los que nos rodean pueden verla. Pero ahí está ella, para acompañarnos el resto de nuestra existencia  condicionando cada decisión que tomemos, guiándonos en cada paso de nuestra vida y aunque es tan efímera a la vista tiene una misión vital en nosotros. Cada uno nacemos con nuestra propia venda, a veces de un color, a veces de otro. En ocasiones casi transparente, en ocasiones turbia, pero sea como fuere, siempre está allí y hace que nuestra percepción de la vida sea una u otra. Vemos a través de ella y guiamos nuestros pasos bajo su influencia aunque no seamos conscientes de ello.
En la más tierna infancia esa venda suele ser de un tono pastel suave y cálido, por lo que la vida se nos plantea como algo dulce, acogedor y protector. Pero la venda tiene vida propia y posee la capacidad de ir transformándose según transcurren nuestros días. Es tan poderosa que incluso puede cambiar varias veces dentro de un mismo día y además  posee otra cualidad increíble y es la de mimetizarse con las vendas que tenemos a nuestro alrededor, porque aunque nosotros no podamos verlas, ellas si pueden verse entre sí, se sienten, se intuyen y en ocasiones conectan entre ellas.
Y así, mientras nos deslizamos por la vida, ellas son el caleidoscopio único y personal que nos dirige, nos guía y nos acompaña.
En ocasiones esa venda será tan opaca que no seremos capaces de ver más allá de nosotros mismos, otras veces se tornará de un suave color melocotón que nos hará pensar que todo lo que nos rodea es tan cálido que nada puede hacernos daño y así, día a día, casi minuto a minuto nos mostrará un mundo cambiante, confuso a veces, dulce, cruel e incluso hostil y así hasta el infinito, porque ella no tiene límites, no hay visión que ella no pueda ofrecernos si se lo propone.
Pero hay algo que esta venda tan poderosa no puede evitar a pesar de su infinito poder, y es el envejecer junto a nosotros, pero eso sí, ella envejece a su propio ritmo que no siempre coincide con el nuestro. Y así, una persona de corta edad puede llevar una vieja, raída y ajada venda que envejece la visión de quien la lleva y por el contrario, una persona con muchas décadas sobre sus espaldas, puede ir cubierto con una fresca, lozana y elástica venda.
Pero un día, esa venda se cae, nos abandona, deja de ser el filtro con el que vemos la vida y muy a su pesar, deja que por primera vez en nuestra corta, o larga existencia, seamos nosotros y solo nosotros los que percibamos el mundo con nuestros desnudos ojos. Ese día inexorablemente llega para todos y cuando eso sucede no podemos dejar de echar la vista atrás y tratar de rescatar de nuestra memoria, cada uno de nuestros días vividos y calibrarlos desde nuestra nueva percepción de la existencia.
En ocasiones no seremos capaces de apreciar la diferencia de haber llevado esa venda o no, en otras, el contraste será tan dramático que sutilmente moveremos la cabeza de un lado a otro a modo de negación silenciosa preguntándonos a nosotros mismos  como pudimos estar tan ciegos.

Pero sea como fuere, ahí comienza nuestra nueva vida, la que llevaremos de ahí en adelante, porque aunque tratemos de ponernos una nueva venda para seguir percibiendo como lo habíamos hecho hasta entonces, nunca será lo mismo. Esa venda será algo artificial, algo ajeno a nosotros y nunca llegará a ser la autentica venda  con la que nacimos, sino una máscara  con la que escondernos o con la que protegernos de los demás, o incluso de nosotros mismos. Pero  solo nuestros miedos decidirán  si finalmente nos  ceñiremos el nuevo antifaz, o por si por el contrario afrontaremos esa nueva existencia con nuestros ojos desnudos.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Alda Alada


Alda es una gata negra como el azabache y con los ojos de color violeta, en realidad son del mismo color que la lavanda en flor y el mirarlos hipnotiza. Jamás en mi vida había visto unos ojos de ese color y probablemente jamás vuelva a verlos, porque esos ojos son únicos al igual que Alda, aunque sus ojos no son lo que la hace única en el mundo, en realidad lo que la hace un ser especial son sus alitas. Si, Alda es una gata alada, o al menos un día lo fue. Desconozco su verdadero nombre, pero decidí llamarla así porque en la tradición celta, tan arraigada en estas tierras, su nombre significa “La mas bella” y me pareció que era el nombre perfecto para ella.
Alda nació en primavera en una granja de Irlanda, concretamente en la isla Innisfree, en el lago Gill perteneciente al condado de Sligo. La pequeña gata era tímida y desconfiaba de los humanos, por lo que durante el día permanecía escondida detrás de alguna bala de paja, o bajo alguna maquina agrícola ya en desuso y sólo salía por las noches en busca de alguna presa con la que alimentarse.
Con apenas unos pocos meses de vida
Alda aprendió a utilizar sus alitas y aunque al principio sus vuelos consistían en pequeños desplazamientos de apenas unos metros, poco a poco fue aumentando las distancias, hasta que se convirtió en una experta en el manejo de sus extremidades y era capaz de volar de un lado a otro, recorriendo con total facilidad la veintena de islas que salpican el lago Gill. En uno de sus vuelos nocturnos fue a parar a una diminuta isla en la que vivía una pequeña comunidad de gatos salvajes y uno de esos gatos se convirtió en su mejor compañero. Desde entonces Alda volaba cada noche sin falta para reunirse con él. Se convirtieron en inseparables y no había presa que se escapara de sus garras cuando cazaban juntos. Solían recorrer la isla buscando manantiales en los que beber agua fresca y clara, persiguiendo cualquier insecto que se cruzase en su camino, o simplemente correteando y ronroneando de felicidad. Los demás gatos de la comunidad no la aceptaban en la manada, no la veían como a uno de los suyos, sus alas la hacían diferente y cada vez que ella intentaba acercarse a algún otro miembro del grupo, era recibida con un sonoro bufido y en ocasiones con algún que otro zarpazo, por lo que cuando las primeras luces del alba aparecían, ella volaba hacia la seguridad de su bala de paja, o a cualquier otro escondite de la granja donde poder descansar.

Una tarde de verano
Alda se encontraba en su refugio, esperando con impaciencia la puesta de sol para reunirse con su inseparable compañero de aventuras, cuando Conor, el propietario de la granja, reparó en ella. Al principio Conor no podía creer lo que sus ojos estaban viendo, por lo que con mucho sigilo se acercó a la gatita y con un movimiento rápido la cogió entre sus grandes manos. La pequeña intentó librarse de aquellas manazas que la retenían con fuerza mientras la volteaban de un lado a otro en busca de sus alas. Cuando Conor comprobó que sus ojos no le habían engañado se dirigió a toda prisa hacia la casa que había detrás del granero, sujetando con todas sus fuerzas a la pequeña, que intentaba desesperadamente zafarse de su captor. Conor entró a la casa como una exhalación cerrando tras de sí la pesada puerta y dirigiéndose a la cocina. Sin aflojar ni un solo centímetro la presión que ejercía sobre el cuerpo de la pequeña Alda, Conor deambuló por la estancia balbuceando palabras sin sentido, palideciendo por momentos y llamando a gritos a su esposa Brïd que apareció en la cocina al momento asustada por los gritos. Conor enseñó a su mujer el descubrimiento y cuando esta vio las pequeñas alas, sus ojos se abrieron como platos de té.

-¿Dónde la has encontrado?-
-Estaba en el granero, debajo del arado viejo-
-¿Qué hacemos ahora? Esto es un mal augurio-
-Lo mejor será sacrificarla-
-¿Y si eso es peor? Creo que matarla nos traería más mala suerte aun. Tal vez lo mejor sea cortarle las alas y así solo será un gato mas, ya sabes que matar a un gato trae muy mala suerte y si es negro más todavía-
-Pues entonces prepara las cosas, será como cuando tuvimos que cortarle la oreja al caballo pardo, no creo que sea muy diferente.

Brid, puso a hervir un gran cuchillo de cocina y preparo algunos trapos de algodón. Cogió de la alacena un pequeño frasco que contenía un líquido amarillento y otro con una sustancia verdosa. De su caja de costura sacó una aguja y un pedazo de hilo y con el líquido amarillo comenzó a desinfectarlo todo.

La pequeña
Alda había dejado de luchar hacía tiempo, el enorme esfuerzo realizado para intentar liberarse de aquellas manazas la había dejado exhausta, por lo que finalmente cuando Brid colocó unas gotas de aquel liquido verdoso sobre un paño y con suma delicadeza lo acercó al hocico de la gatita, esta se rindió.

Durante días la gata permaneció en una cesta de mimbre junto a la chimenea, cubierta con un viejo suéter de Conor y sumergida en una especie de sueño liviano y placentero. Después de algunos días la pequeña comenzó a deambular por aquella cocina, observando cuanto la envolvía, acercando su hocico a ese nuevo mundo que la rodeaba, aunque muy pronto descubrió que algo había cambiado. Se retorció como solo los gatos saben hacerlo, intentando lamerse la espalda para librarse de esa continúa sensación de desazón que sentía en su lomo y entonces lo supo.
La pequeña
Alda jamás volvió a volar, jamás volvió a visitar la pequeña isla donde vivía su inseparable amigo de aventuras, jamás volvió a ser un ángel. Desde entonces no hubo un solo día en el que Alda no se acercase a la orilla de aquel lago cuando el crepúsculo teñía de un color mágico sus aguas, con la esperanza de poder alzar el vuelo una vez mas.

Tal vez fue la casualidad, o tal vez el destino el que me llevó a aquel hermoso paraje una tarde de marzo y me permitió conocer a la dulce
Alda . Yo solía acudir un par de veces por semana a nadar en aquellas tranquilas aguas y aunque había visitado aquel lugar en multitud de ocasiones, nunca lo había hecho al atardecer.

Desde que tengo uso de razón sufro de un intenso dolor de espalda y después de que los médicos me realizasen innumerables pruebas sin encontrar la causa de mi dolencia, lo único que pudieron recomendarme es la práctica de la natación para fortalecer mis músculos y así paliar el intenso dolor que me acompaña desde siempre. Aquel día había sido especialmente doloroso para mí, por lo que no me importó acudir a mi cita terapéutica semanal por la tarde. Lo cierto es que cuando me encontraba nadando en las frías aguas del lago, me percaté de la presencia felina. La gatita se había acomodado junto a mi toalla y desde allí vigilaba cada uno de mis movimientos con sus penetrantes ojos lavanda clavados en mí.

Nadé hasta la orilla y con sumo cuidado me acerqué hasta mi toalla, pensando que la gata azabache saldría huyendo, como comúnmente suelen hacer los gatos ante la presencia de un desconocido, pero mi sorpresa fue descubrir que muy al contrario de lo que yo había pensado, la gatita se acercó a mí y con un gesto relajado comenzó a frotar su cuerpecito contra mis piernas mientas emitía un ronroneo tranquilizador y melódico. Envolví mi cuerpo en la toalla y me senté en la hierba que tapiza la orilla.
No soy capaz de explicar de una manera coherente lo que sucedió entonces, pero allí sentada en la orilla del lago, junto a aquella gata negra de ojos lavanda, bañada por el color anaranjado que proporciona el crepúsculo, pude visualizar con detalle la historia de
Alda .
Como el espectador de una obra de teatro, pude ver a Conor, a su esposa Brid, al pequeño gato compañero de aventuras
, la isla con los gatos salvajes, la cocina de los Conor con el cestillo de mimbre en un rincón, absolutamente todo. Sentí como si la dulce Alda me contase la historia de su vida a través de sus ojos.

Apabullada por aquella visión, miré fijamente esos ojos profundos
y sin pronunciar palabra le pregunté:

-¿Por qué a mí?-

La gata se alejó muy despacio colocándose detrás de mí. Entonces pude verme a mí misma, podía ver mi propia espalda envuelta en la toalla. Estaba viendo a través de aquellos ojos misteriosos. Con una de sus patitas,
Alda tiró suavemente de la toalla hasta dejar mi espalda al descubierto. Observé con detalle cada centímetro de mi propia espalda, cada lunar, cada poro de mi piel, hasta que algo llamó mi atención de una manera poderosa. Pude ver dos diminutas cicatrices a ambos lados de mi columna, justo a la altura de los omóplatos. Me giré con rapidez en busca de Alda , pero ella ya no estaba allí.

Durante muchos años volví a aquella orilla con la esperanza de reencontrarme con aquellos ojos. Había una pregunta que necesitaba hacerle a aquella misteriosa gatita alada de los ojos lavanda, pero jamás volví a verla, y aunque he tratado de encontrar una explicación lógica a todo lo que sucedió en el lago aquella tarde de marzo, jamás lo he conseguido.

Mis dolores de espalda desaparecieron. Tal vez porque ahora conozco la respuesta que los médicos nunca supieron darme, o tal vez no.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Ansiado reencuentro


Aquí te encuentro, después de que el 25 de enero te dejara abandonado a tu suerte. Me marché casi sin despedirme, lo cierto es que nunca pensé que nuestra separación sería tan larga, pero el tiempo pasa deprisa, demasiado deprisa.
Al principio anhelaba este reencuentro, anhelaba el volver a deslizarme por tus páginas, a juntar letras para crear palabras, para formar frases y parir historias, pero llegué a pensar que esto jamás volvería a suceder y que te había perdido para siempre, y poco a poco me volví egoísta y dejé de pensar en ti y dejé de escucharte cuando en medio de la noche te colabas en mis sueños para reclamarme, para pedirme que volviera. Apelabas a lo más profundo de mí para pedir tu alimento, tus historias y me decías que sin ellas no eras nada, pero ahora sé que en realidad no eras tú quien me llamaba, sino yo, en un intento desesperado de salvarme a mi misma. Salvarme de la apatía que envolvía cada centímetro de mi cuerpo, de mi mente, de mi ser, y yo, estúpida y egoísta, creía no necesitarte, cuando en realidad te necesitaba más que tú a mí. Porque yo soy parte de ti al igual que tu formas parte de mí. Tú eres la voz silenciosa con la que le grito al mundo, la coraza con la que me protejo mientras ataco al exterior, mis pensamientos más profundos materializados en lenguaje escrito, el maquillaje con el que me cubro para ocultar mi rostro. Porque yo soy la gata que camina sobre los tejados cada noche, observando, deleitándome, absorbiendo acontecimientos que más tarde vomito en forma de relato. Porque yo soy la gata y tú eres mi tejado y el día que deje de subirme a ti para maullarle al mundo, una parte de mi habrá muerto. No me dejes morir.

martes, 25 de enero de 2011

El valor de un recuerdo


El día en el que la tormenta arrasó con nuestra cosecha de arroz, supe que aquel año pasaríamos hambre.
Mi nombre es Mitsuko . Nací hace ya demasiados años en Kaitsuka, un pueblo de la región de Osaka. Mi padre era un agricultor de la región. Éramos pobres, muy pobres, y la única posesión valiosa que teníamos era un pequeño espejo de plata que perteneció a mi madre y única evocación de su pasado.
Mi madre fue una de las geishas más famosas de todo el hanamachi de Gion, en Kioto, pero lo dejo todo por amor, un lujo que muy pocas veces una geisha puede permitirse. Abandonó la okiya en la que vivió desde que era tan solo una maiko , para escaparse con mi padre. Por aquel entonces mi padre era un pobre pescador de la región, que cuyas únicas riquezas consistían en una vieja red, sus manos y un corazón noble que entregó a mi madre.
Mi madre no solamente abandonó la okiya, sino también su nombre de geisha, Mizuki , y todas sus posesiones. Tan solo conservó el pequeño espejo que le regaló su danna. Ese espejo fue el único lazo de unión con su pasado de geisha. Cambió su nombre por el de Yashiro, "La que traiciona a los dioses", porque en el fondo de su corazón, sentía que eso es lo que había hecho. Traicionó a todo el que la conocía, pero lo hizo por amor, por amor a un pobre pescador que la amó hasta el final de sus días.
De ese amor nací yo. Mi madre murió cuando yo tenía 5 años, dejándonos completamente solos y como único recuerdo material de su paso por esta vida, aquel precioso espejo.
El día en el que la tormenta arrasó toda la cosecha de arroz, supe que aquel año pasaríamos hambre.
Nos quedamos sin nada, si es que se puede ser más pobre de lo que ya éramos. Mi padre decidió que vendería el espejo de mi madre y con el dinero volvería a sembrar arroz para poder sobrevivir. Ese mismo día acudimos al pueblo para intentar venderlo. Mi padre lloró todo el camino abrazado a la reliquia, abrazado a aquel fragmento de Yashiro.
Entrando al pueblo un hombre se acercó a mi padre y le susurró cosas que no fui capaz de escuchar. Durante unos instantes hablaron acaloradamente, pero siempre en voz baja, evitando que yo les escuchase, pero sin dejar de observarme. En aquel momento no pude saber cuán importante sería esa conversación en la trayectoria de mi vida.
Mi padre me tomó del brazo con fuerza y casi arrastrándome me llevó de vuelta a casa. Durante todo el camino no paré de preguntarle el porqué de nuestra vuelta, ¿Acaso ya no necesitábamos el dinero? ¿Ya no tenía que vender el espejo?

Mientras caminábamos de regreso a casa, mi padre no me dirigió la palabra y se limitaba a mirarme de reojo, para acto seguido mirar el espejo. Vi como las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero no me atreví a decir nada.
Llegamos a casa ya anocheciendo y me dispuse a cocer un poco de arroz para la cena, como hacía habitualmente. Mientras hervía el arroz, pude ver como mi padre lloraba tendido en la estera que utilizaba para dormir.
La puerta de la casa se abrió de golpe y en la oscuridad pude distinguir la silueta de un hombre que me resultaba familiar. Era el hombre que habíamos visto en el pueblo, aquel con el que mi padre discutió.
Sin mediar palabra, aquel hombre entregó a mi padre algo que no pude ver y este lo guardó rápidamente entre sus ropas.
En ese instante mi padre se dirigió hacia donde yo estaba y me dijo;
-Mitsuko, acompaña al señor Shimura donde él te diga.
Aquella fue la última vez que vi a mi padre.
Acompañé a aquel hombre de regreso al pueblo sin rechistar. Solo en una ocasión me atreví a preguntarle a donde nos dirigíamos, pero solo obtuve silencio por respuesta.
En la entrada del pueblo nos esperaba un carruaje que nos llevó a Osaka y de allí en tren a Kioto.
Lloré todo en camino y durante los tres días siguientes, hasta que finalmente pude comprender lo que mi padre había hecho.
Cuando llevaba dos años en la okiya de la señora Hiraki recibí un pequeño paquete. Dentro había dos pequeñas tablillas mortuorias con los nombres budistas de mis padres y el pequeño espejo de plata de mi madre.
Desde entonces, no ha habido un solo día de mi vida en el que no me mire en él.
Nunca le he reprochado a mi padre lo que hizo conmigo, y tampoco lamento haberme convertido en geisha, pero ahora que ya soy una anciana, hay algo en lo que si pienso cada día, algo que lamento profundamente y es el no haber podido amar a alguien, de la misma manera en la que mi padre amó a mi madre.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Prueba a ser.


Prueba a volar sin alas, a escapar del monótono letargo que se adhiere a tus sentidos. A sentir caricias olvidadas hace tiempo, a encontrar perfumes que te envuelvan sin tocarte y despertar al nuevo día con los ojos cerrados. Prueba a sentirte musgo que tapiza las laderas de tu vida, y a correr colina abajo aunque el vértigo te asuste y sientas miedo. A sentirte espada que desgarra el viento y que abre tu camino hacia mundos que creías solo existen en los cuentos. Prueba a ser barquito de papel y sentir que surcas ríos, aunque el agua esté revuelta y te arrastre la corriente. Y a sentirte trigo que se mece con el viento y que dobla tus deseos sin que llegues a romperte. Prueba a se halcón que surca el cielo y a sentirte arcilla modelada por tus propias decisiones. Y ser copo de nieve a los ojos de un niño, mágico destello, efímero y brillante. Prueba a ser pepita de oro perseguida y deseada y escaparte de sus manos cuando crean que te tienen y a quitarte las espinas de heridas cicatrizadas, que marcaron tu destino y que ahora te acompañan. Puebla a ser la mano que revuelve sus cabellos y a sentirte escalofrió inesperado en una tarde de verano. Y veras que el mundo gira sin parar y que existe mucho más, que la fría piedra bajo la que te escondes.