martes, 25 de enero de 2011

El valor de un recuerdo


El día en el que la tormenta arrasó con nuestra cosecha de arroz, supe que aquel año pasaríamos hambre.
Mi nombre es Mitsuko . Nací hace ya demasiados años en Kaitsuka, un pueblo de la región de Osaka. Mi padre era un agricultor de la región. Éramos pobres, muy pobres, y la única posesión valiosa que teníamos era un pequeño espejo de plata que perteneció a mi madre y única evocación de su pasado.
Mi madre fue una de las geishas más famosas de todo el hanamachi de Gion, en Kioto, pero lo dejo todo por amor, un lujo que muy pocas veces una geisha puede permitirse. Abandonó la okiya en la que vivió desde que era tan solo una maiko , para escaparse con mi padre. Por aquel entonces mi padre era un pobre pescador de la región, que cuyas únicas riquezas consistían en una vieja red, sus manos y un corazón noble que entregó a mi madre.
Mi madre no solamente abandonó la okiya, sino también su nombre de geisha, Mizuki , y todas sus posesiones. Tan solo conservó el pequeño espejo que le regaló su danna. Ese espejo fue el único lazo de unión con su pasado de geisha. Cambió su nombre por el de Yashiro, "La que traiciona a los dioses", porque en el fondo de su corazón, sentía que eso es lo que había hecho. Traicionó a todo el que la conocía, pero lo hizo por amor, por amor a un pobre pescador que la amó hasta el final de sus días.
De ese amor nací yo. Mi madre murió cuando yo tenía 5 años, dejándonos completamente solos y como único recuerdo material de su paso por esta vida, aquel precioso espejo.
El día en el que la tormenta arrasó toda la cosecha de arroz, supe que aquel año pasaríamos hambre.
Nos quedamos sin nada, si es que se puede ser más pobre de lo que ya éramos. Mi padre decidió que vendería el espejo de mi madre y con el dinero volvería a sembrar arroz para poder sobrevivir. Ese mismo día acudimos al pueblo para intentar venderlo. Mi padre lloró todo el camino abrazado a la reliquia, abrazado a aquel fragmento de Yashiro.
Entrando al pueblo un hombre se acercó a mi padre y le susurró cosas que no fui capaz de escuchar. Durante unos instantes hablaron acaloradamente, pero siempre en voz baja, evitando que yo les escuchase, pero sin dejar de observarme. En aquel momento no pude saber cuán importante sería esa conversación en la trayectoria de mi vida.
Mi padre me tomó del brazo con fuerza y casi arrastrándome me llevó de vuelta a casa. Durante todo el camino no paré de preguntarle el porqué de nuestra vuelta, ¿Acaso ya no necesitábamos el dinero? ¿Ya no tenía que vender el espejo?

Mientras caminábamos de regreso a casa, mi padre no me dirigió la palabra y se limitaba a mirarme de reojo, para acto seguido mirar el espejo. Vi como las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero no me atreví a decir nada.
Llegamos a casa ya anocheciendo y me dispuse a cocer un poco de arroz para la cena, como hacía habitualmente. Mientras hervía el arroz, pude ver como mi padre lloraba tendido en la estera que utilizaba para dormir.
La puerta de la casa se abrió de golpe y en la oscuridad pude distinguir la silueta de un hombre que me resultaba familiar. Era el hombre que habíamos visto en el pueblo, aquel con el que mi padre discutió.
Sin mediar palabra, aquel hombre entregó a mi padre algo que no pude ver y este lo guardó rápidamente entre sus ropas.
En ese instante mi padre se dirigió hacia donde yo estaba y me dijo;
-Mitsuko, acompaña al señor Shimura donde él te diga.
Aquella fue la última vez que vi a mi padre.
Acompañé a aquel hombre de regreso al pueblo sin rechistar. Solo en una ocasión me atreví a preguntarle a donde nos dirigíamos, pero solo obtuve silencio por respuesta.
En la entrada del pueblo nos esperaba un carruaje que nos llevó a Osaka y de allí en tren a Kioto.
Lloré todo en camino y durante los tres días siguientes, hasta que finalmente pude comprender lo que mi padre había hecho.
Cuando llevaba dos años en la okiya de la señora Hiraki recibí un pequeño paquete. Dentro había dos pequeñas tablillas mortuorias con los nombres budistas de mis padres y el pequeño espejo de plata de mi madre.
Desde entonces, no ha habido un solo día de mi vida en el que no me mire en él.
Nunca le he reprochado a mi padre lo que hizo conmigo, y tampoco lamento haberme convertido en geisha, pero ahora que ya soy una anciana, hay algo en lo que si pienso cada día, algo que lamento profundamente y es el no haber podido amar a alguien, de la misma manera en la que mi padre amó a mi madre.